SAN PEDRO Y SAN PABLO, APÓSTOLES
Año Litúrgico - Dom Prospero Gueranger
Año Litúrgico - Dom Prospero Gueranger
LA
RESPUESTA DE AMOR. — "¿Simón, hijo de Juan; me
amas?" He aquí el momento en que se escucha la respuesta que el Hijo del
Hombre exigía del pescador de Galilea. Pedro no teme la triple interrogación
del Señor. Desde aquella noche en que el gallo fué menos solícito para cantar
que el primero de los Apóstoles para renegar de su Maestro, continuas lágrimas
cavaron dos surcos en sus mejillas; ha luido el día en que cesen estas
lágrimas. Desde el patíbulo en que el humilde discípulo ha pedido le claven
cabeza abajo, su corazón generoso repite, por fin sin miedo, la protesta que,
desde la escena de las orillas del lago de Tiberíades, ha consumido
silenciosamente su vida: "¡Sí, Señor, tú sabes que te amo!'"
EL AMOR,
CARACTERÍSTICA DEL SACERDOCIO NUEVO.— El amor es la
característica que distingue el sacerdocio de los tiempos nuevos del ministerio
de la ley de servidumbre. El sacerdote judío, impotente, temeroso, no sabía
sino derramar sangre de victimas simbólicas sobre un altar simbólico también.
Jesús, Sacerdote y Víctima a la vez, exige más de aquellos a quienes llama a
participar de la prerrogativa que le hace Pontífice eterno según el orden de
Melquisedec "No os llamaré en adelante siervos, porque el siervo no sabe
lo que hace su Señor; sino que os he llamado mis amigos porque os he comunicado
todo lo que he recibido del Padre. Como mi Padre me ha amado, así os amo yo;
permaneced en mi amor".
Ahora bien, para el sacerdote admitido de esta manera a la unión con el
Pontífice eterno, el amor no es completo, si no se extiende a la humanidad
rescatada en el gran Sacrificio. Y nótese que para él es más estricta la
obligación, común a los cristianos, de amarse como miembros de una misma
Cabeza; pues por su sacerdocio se hace partícipe de la Cabeza, y con esta
participación, la caridad debe tener en él algo del carácter y grandeza del
amor que esa Cabeza tiene a sus miembros. Y ¿cuánto mayor será, si, al poder
que tiene de inmolar a Cristo mismo, y al deber que le obliga a ofrecerse con
él en el secreto de los Misterios, la plenitud del Pontificado le añade la
misión pública de dar a la Iglesia el apoyo que necesita y la fecundidad que el
Esposo celestial espera de ella? Entonces es cuando, según la doctrina
sostenida siempre por los Papas, por los Concilios y por los Padres, el
Espíritu Santo le adapta a su misión sublime, identificando enteramente su amor
con el del Esposo cuyas obligaciones asume y cuyos derechos ejerce.
EL AMOR DE
SAN PEDRO. — Al confiar a Simón hijo de Juan la humanidad redimida, el primer
cuidado del Hombre-Dios fué asegurarse de que sería fiel vicario de su amor';
de que, habiendo recibido más que los otros, le amaría más que todos; de que,
siendo heredero del amor de Jesús para los suyos que estaban en el mundo, los
debía amar, como El, hasta el fin. Por esto, la exaltación de Pedro a las
cumbres de la Jerarquía sagrada, concuerda en el Evangelio con el anuncio de su
martirio siendo Sumo Pontífice, tenía que seguir hasta la cruz al Jerarca
supremo.
Ahora bien, la santidad de la criatura y, a la vez, la gloria de Dios
Creador y Salvador, tienen su completa realización en el Sacrificio, que junta
al pastor y al rebaño en un mismo holocausto.
Por este fin último de todo pontificado y de toda jerarquía, Pedro
recorrió toda la tierra, después de la Ascensión de Jesús. En Joppe, cuando
estaba aún al principio de sus correrías apostólicas, se apoderó de él un
hambre misteriosa: "Levántate, Pedro; mata y come", le dijo el
Espíritu; y al mismo tiempo una visión simbólica ponía ante sus ojos los
animales de la tierra y las aves del cielo. Eran los gentiles que debía reunir,
en la mesa del banquete divino, con los fieles de Israel. Vicario del Verbo, se
haría participante de su inmensa hambre; su caridad, como fuego devorador, se
asimilaría los pueblos; y, ejerciendo su título de jefe, llegaría un día en
que, verdadera cabeza del mundo, haría de esta humanidad, ofrecida como presa a
su avidez, el cuerpo de Cristo en su propia persona. Entonces, nuevo Isaac, o
más bien verdadero Cristo, verá levantarse delante de él la montaña en donde Dios
mira, esperando el sacrificio.
EL
MARTIRIO DE SAN PEDRO. — Miremos también nosotros, pues ha
llegado a ser presente ese futuro, y, como en el Viernes Santo, participamos en
el desenlace que se anuncia. Participación dichosa, toda triunfal: aquí, el deicida
no mezcla su nota lúgubre al homenaje del mundo, y el perfume de inmolación que
ahora sube de la tierra, no llena los cielos sino de suave alegría. Se diría
que la tierra, divinizada por la virtud de la hostia adorable del Calvario, se
basta a sí misma. Pedro, simple hijo de Adán, y, con todo eso, verdadero Sumo
Pontífice, avanza llevando el mundo: su sacrificio va a completar el de
Jesucristo, que le invistió con su grandeza; la Iglesia, inseparable de su
Cabeza visible, le reviste también con su gloria. Por la virtud de esta nueva
cruz que se levanta, Roma se hace hoy la ciudad santa. Mientras Sión queda
maldita por haber crucificado un día a su Salvador, Roma podrá rechazar al
Hombre-Dios, derramar su sangre en sus mártires: ningún crimen de Roma prevalecerá
sobre el gran hecho que ahora se realiza; la cruz de Pedro le ha traspasado
todos los derechos de la de Jesús, dejando a los judíos la maldición; ahora
Roma es la verdadera Jerusalén.
EL
MARTIRIO DE SAN PABLO. — Siendo tal la significación de este
día, no es de maravillar que el Señor la haya querido aumentar aun más,
añadiendo el martirio del Apóstol Pablo al sacrificio de Simón Pedro. Pablo,
más que nadie, había prometido con sus predicaciones la edificación del cuerpo
de Cristo; si hoy la Iglesia ha llegado a este completo desenvolvimiento que la
permite ofrecerse en su Cabeza como hostia de suavísimo olor, ¿quién mejor que
él merecía completar la oblación?' Habiendo llegado la edad perfecta de la
Esposa, ha acabado también su obra. Inseparable de Pedro en los trabajos por la
fe y el amor, le acompaña del mismo modo en la muerte; los dos dejan a la
tierra alegrarse en las bodas divinas selladas con su sangre, y suben juntos a
la mansión eterna, donde se completa la unión.
VIDA
DIVINA. — San Pedro después de Pentecostés organizó con los otros apóstoles la
Iglesia de Jerusalén, luego las de Samaria y Judea, y recibió en la Iglesia al
centurión Cornelio, el primer pagano convertido. Habiendo escapado
milagrosamente de la muerte que le tenía preparada el Rey Herodes Agripa, dejó
Jerusalén y se dirigió a Roma donde fundó, alrededor del año 42, la Iglesia que
sería más tarde el centro de la Catolicidad. Desde Roma emprendió varias
excursiones apostólicas. Hacia el año 50 se encuentra en Jerusalén para el
concilio que decidió la admisión de los gentiles en la Iglesia, sin obligarlos
a las observancias de la ley mosaica. Partió luego a Antioquía, al Ponto,
Galacla, Capadocia, Bitinia, y a la provincia de Asia. Un incendio destruyó
Roma hacia el año 64, y acusando Nerón a los cristianos de tal catástrofe, los
hizo encarcelar en masa. Muchos cientos, quizá millares, fueron condenados a
muerte con diversos tormentos: unos crucificados, otros quemados vivos, otros
fueron entregados a las bestias en el anfiteatro, otros decapitados. San Pedro,
encarcelado, según antigua tradición, en la cárcel Mamertina, fué crucificado
con la cabeza abajo en los jardines de Nerón, sobre la colina del Vaticano, y
allí mismo fué enterrado. No se conoce la fecha exacta de su martirio: se debe
colocar entre el año 64 y el 67.
LA FIESTA
DEL 29 DE JUNIO. — Después de las grandes solemnidades del año
Litúrgico y de la fiesta de San Juan Bautista, no hay otra más antigua y
universal en la Iglesia que la de los dos príncipes de los Apóstoles. Muy
pronto Roma celebró su triunfo en la fecha misma del 29 de Junio, que los viera
subir al cielo. Este uso prevaleció luego sobre el de algunos lugares, que
habían puesto la fiesta de los Apóstoles en los últimos días de Diciembre. Fué
ciertamente un hermoso pensamiento el hacer así de los padres del pueblo
cristiano el cortejo del Emmanuel, a su venida al mundo. Pero, como ya hemos
visto, las enseñanzas de este día tienen ellas solas, una importancia
preponderante en la economía del dogma cristiano; son el complemento de toda la
obra del Hijo de Dios; la cruz de Pedro da estabilidad a la Iglesia, y señala
al espíritu de Dios el centro inmovible de sus operaciones. Roma estuvo
inspirada cuando, reservando al discípulo amado el honor de velar por sus hermanos
cerca del pesebre del Niño Jesús, guardaba el solemne recuerdo de los príncipes
del apostolado en el día escogido por Dios para consumar sus trabajos y coronar
juntamente con su vida el ciclo de los misterios.
EL
RECUERDO DE LOS DOCE APÓSTOLES. — Pero no debemos olvidar en tan
gran día a los otros operarios del padre de familia, que también regaron con
sus sudores y su sangre todos los caminos del mundo, para acelerar el triunfo y
reunir a los convidados al festín de las bodas'. Gracias a ellos se predicó
entonces definitivamente la ley de gracia por todas las naciones, y la buena
nueva resonó en todos los idiomas y en todos los confines de la tierra. Por
eso, la fiesta de San Pedro, completada de un modo especial por el recuerdo de
su compañero de martirio, Pablo, fue considerada desde muy antiguo como la del
colegio entero de los Apóstoles. Se creyó antiguamente que no se podía separar
de su glorioso jefe a aquellos a quienes el Señor habla unido tan estrechamente
en la solidaridad de su obra común. Sin embargo de eso, con el tiempo se fueron
consagrando sucesivamente fiestas a cada uno de ellos, y la del 29 de Junio
quedó dedicada exclusivamente a los dos príncipes cuyo martirio ilustró este
día. Y muy pronto la Iglesia romana, creyendo que no podía celebrarlos
convenientemente a los dos en un mismo día, dejó para el día siguiente el
honrar más explícitamente al Doctor de las naciones.
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